martes, 25 de marzo de 2014

La noche en que se apagó el faro de la Transición.


         No sé si todos somos iguales ante la ley, pero sí lo somos ante la muerte, que no por esperada es menos lacerante. Hay pérdidas que se asumen colectivamente, lo que mitiga el desconsuelo, y otras que pertenecen a nuestro entorno más cercano; por tanto, su efecto devastador es aún mayor y su quebranto probablemente imposible de restañar. Hoy, los españoles hemos perdido a Adolfo Suárez, pero mi pérdida es doble, porque no solo se ha apagado el faro de la Transición, sino que se desvanece una referencia importante en mi vida, y siento en mi interior la exclusividad del dolor intransferible que produce.
 
         Han pasado treinta y cinco años y recuerdo, como si fuera ayer, mi primer encuentro con el Presidente del Gobierno, recién llegada al Palacio de la Moncloa para trabajar en su staff más cercano, en una España que empezaba a despertar del interminable letargo de una dictadura de cuatro décadas y con todo por hacer. Él tenía un aspecto exultante, satisfecho, feliz. 1978 tocaba a su fin, y faltaban muy pocos días para el referéndum de la Constitución, que se preveía exitoso. Le debí parecer muy joven; claro, sólo tenía veintiún años. Cogiéndome por los codos, como a él le gustaba hacer, su cálida mirada me dio la bienvenida y unas breves frases fueron suficientes para hacerme entender la trascendencia de la misión que entre todos íbamos a llevar a cabo. Formábamos parte del mismo equipo y cada uno, desde su cometido, sería pieza clave para llevar a buen puerto ese proyecto común. A partir de ese momento tuve la sensación, durante los casi cuatro años que trabajé para él, de que decía la verdad, porque ningún otro Presidente nos involucró tan directamente en el quehacer político, ni jamás nadie nos agradeció tanto nuestro esfuerzo y lealtad hacia él y hacia España.

Adolfo Suárez en su despacho

          A finales de los setenta, la Presidencia del Gobierno era una estructura muy simple, con escasos medios y pocos trabajadores. Convivíamos bajo el mismo techo de ese Palacio tan destartalado como poco acogedor, consiguiendo entre todos una armonía casi perfecta entre la vida familiar y laboral, teniendo en cuenta que solo nos separaba una planta del edificio. Utilizábamos la misma puerta para entrar y salir, por lo que era habitual coincidir con los chicos que llegaban del colegio, a la vez que con la audiencia que estaba prevista para un poco más tarde y se había adelantado, o con los representantes de alguna asociación gitana que venían a entrevistarse con doña Amparo Illana. No era raro que el Presidente compartiera charla y café con nosotros algún que otro día, nos preguntara por nuestras familias y actividades fuera del trabajo y se interesara por opiniones y sugerencias alternativas a su entorno habitual. Él era así, pura sencillez y cercanía. Siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para todos y, en más de una ocasión, contestaba al teléfono si sonaba y no había nadie para atenderlo. Con total naturalidad, descolgaba y tomaba nota de los recados.
 
         Son muchos los recuerdos y las anécdotas que se agolpan en mi mente en estos tristes momentos, y muchas las personas que compartieron conmigo aquellos años difíciles pero apasionantes y que, como ahora Adolfo Suárez, un día se fueron y nos dejaron huérfanos. En este breve recorrido, no puedo mencionar a todas, por eso me permitiré la licencia de citar a uno solo. Un hombre que fue pieza clave en la transformación democrática de España y que se mantuvo al lado de Adolfo Suárez y de la Monarquía contra viento y marea. Un caballero español, leal sin tacha y paternal y entrañable en el trato hasta la excepcionalidad. No puede ser otro que el General Gutiérrez Mellado. Tal era la complicidad entre ambos que, cierto día, durante una conversación de escasa confidencialidad, escuché al Presidente interrogando al General sobre la situación en los cuarteles y la verdadera filiación de sus mandos, dado el malestar que a todas luces existía en el seno del Ejército, en aquella España tambaleante. El Presidente preguntaba con insistencia sobre el número exacto de auténticos militares partidarios de la democracia, que apoyaban la acción del Gobierno: Pero Manolo, dime de verdad, cuántos somos”. Y el General, levantando los hombros, contestó: “Seguros, seguros, dos, tú y yo”. Así andaban las cosas. Pocas semanas después, un intento de golpe de Estado a punto estuvo de dar al traste con las ilusiones y esperanzas de los españoles.
 
         Y harto de estar harto, un día decidió que era momento de que el barco cambiara de timonel y le consultó a su esposa: “¿Qué te parecería la noticia de mi dimisión?”. Muchas veces me han preguntado por el recuerdo de algún momento especialmente triste en tantos años de profesión, y siempre respondo sin dudar: En el capítulo del dramatismo quedan tantas jornadas terribles e interminables en que el terrorismo golpeó al Gobierno y a toda la sociedad con su carga de muerte y destrucción, pero, sin duda, el más triste a nivel personal fue el día en que dimitió Adolfo Suárez. Ni siquiera el maquillaje televisivo era capaz de disimular sus ojeras. Expresamente se nos pidió no estar presentes en la grabación del mensaje, que anteriormente habíamos transcrito entre lágrimas y suspiros, para evitar distracciones ante cualquier estallido emocional. Terminada la alocución, afloraron los sentimientos y nos abrazamos unos a otros y le abrazamos a él. El Presidente dimisionario nos daba las gracias una y otra vez y nos pedía la misma colaboración con el Presidente siguiente.

      La vida le golpeó duramente con la pérdida de su esposa y de su hija mayor demasiado pronto y con una cruel enfermedad degenerativa, que lo mantuvo durante años perdido en la nebulosa del olvido y el extravío. Pero los que conservamos intacta nuestra memoria no podemos dejar de rendirle el más profundo homenaje, ese que los españoles, injustos e ingratos, le negamos cuando aún podía recibirlo y apreciarlo.
 
        Pocos gobernantes cumplen todas sus promesas, pero Adolfo Suárez nos pudo prometer y prometió un país libre, democrático y moderno, y lo cumplió. Nos proporcionó una Constitución que nos acogiera a todos como garantía de convivencia y tolerancia. Sentó las bases de un sistema económico socialmente  más equitativo y justo y allanó el camino para que, los que le siguieran en sus responsabilidades, nos integraran en Europa y en el mundo. Pero su mejor legado es, sin duda, su capacidad de ilusionar a un país entero, que dejó de mirar al pasado para caminar hacia delante, en la seguridad de que juntos podíamos hacer grandes cosas. 

     Desde esta tribuna no puedo por menos que reconocer el privilegio que me concedió la vida trabajando con un hombre como él, ejemplo de humildad y de servicio a España, cualidades de las que tanto necesita la clase política española en estos momentos. Él nos puso el listón muy alto y si su vida y su obra como estadista fueron determinantes para la historia de España, hagamos que su muerte también lo sea, recuperando los valores que hicieron posible una hazaña que admiró al mundo, y que serían muy bienvenidos en esta difícil coyuntura económica y social por la que atravesamos.

         Desde aquí, emocionada y afligida, solo me resta decir: 


¡ Descanse en paz, Presidente Suárez !  


     Hoy es uno de esos días en que necesitamos ese descanso reparador que nos proporcionan unas horas de sueño, tras las jornadas de especial intensidad emocional.

          Buenas noches.
          



        
        


No hay comentarios:

Publicar un comentario