No sé si todos somos iguales ante la
ley, pero sí lo somos ante la muerte, que no por esperada es menos lacerante. Hay
pérdidas que se asumen colectivamente, lo que mitiga el desconsuelo, y otras
que pertenecen a nuestro entorno más cercano; por tanto, su efecto devastador es
aún mayor y su quebranto probablemente imposible de restañar. Hoy, los
españoles hemos perdido a Adolfo Suárez, pero mi pérdida es doble, porque no
solo se ha apagado el faro de la
Transición , sino que se desvanece una referencia importante
en mi vida, y siento en mi interior la exclusividad del dolor intransferible
que produce.
Han pasado treinta y cinco años y
recuerdo, como si fuera ayer, mi primer encuentro con el Presidente del
Gobierno, recién llegada al Palacio de la Moncloa para trabajar en su staff más cercano, en una España que empezaba a despertar del
interminable letargo de una dictadura de cuatro décadas y con todo por hacer.
Él tenía un aspecto exultante, satisfecho, feliz. 1978 tocaba a su fin, y faltaban
muy pocos días para el referéndum de la Constitución , que se preveía exitoso. Le debí
parecer muy joven; claro, sólo tenía veintiún años. Cogiéndome por los codos,
como a él le gustaba hacer, su cálida mirada me dio la bienvenida y unas breves
frases fueron suficientes para hacerme entender la trascendencia de la misión
que entre todos íbamos a llevar a cabo. Formábamos parte del mismo equipo y
cada uno, desde su cometido, sería pieza clave para llevar a buen puerto ese
proyecto común. A partir de ese momento tuve la sensación, durante los casi cuatro
años que trabajé para él, de que decía la verdad, porque ningún otro Presidente
nos involucró tan directamente en el quehacer político, ni jamás nadie nos
agradeció tanto nuestro esfuerzo y lealtad hacia él y hacia España.
A finales de los setenta, la Presidencia del
Gobierno era una estructura muy simple, con escasos medios y pocos
trabajadores. Convivíamos bajo el mismo techo de ese Palacio tan destartalado como poco acogedor, consiguiendo
entre todos una armonía casi perfecta entre la vida familiar y laboral,
teniendo en cuenta que solo nos separaba una planta del edificio. Utilizábamos la
misma puerta para entrar y salir, por lo que era habitual coincidir con los
chicos que llegaban del colegio, a la vez que con la audiencia que estaba
prevista para un poco más tarde y se había adelantado, o con los representantes
de alguna asociación gitana que venían a entrevistarse con doña Amparo Illana.
No era raro que el Presidente compartiera charla y café con nosotros algún que
otro día, nos preguntara por nuestras familias y actividades fuera del trabajo
y se interesara por opiniones y
sugerencias alternativas a su entorno habitual. Él era así, pura sencillez y cercanía. Siempre tenía una sonrisa y
una palabra amable para todos y, en más de una ocasión, contestaba al teléfono
si sonaba y no había nadie para atenderlo. Con total naturalidad, descolgaba y
tomaba nota de los recados.
Son muchos los recuerdos y las
anécdotas que se agolpan en mi mente en estos tristes momentos, y muchas las personas
que compartieron conmigo aquellos años difíciles pero apasionantes y que, como
ahora Adolfo Suárez, un día se fueron y nos dejaron huérfanos. En este breve
recorrido, no puedo mencionar a todas, por eso me permitiré la licencia de
citar a uno solo. Un hombre que fue pieza clave en la transformación democrática
de España y que se mantuvo al lado de Adolfo Suárez y de la Monarquía contra viento
y marea. Un caballero español, leal sin tacha y paternal y entrañable en el
trato hasta la excepcionalidad. No puede ser otro que el General Gutiérrez
Mellado. Tal era la complicidad entre ambos que, cierto día, durante una
conversación de escasa confidencialidad, escuché al Presidente interrogando al
General sobre la situación en los cuarteles y la verdadera filiación de sus
mandos, dado el malestar que a todas luces existía en el seno del Ejército, en aquella España tambaleante. El
Presidente preguntaba con insistencia sobre el número exacto de auténticos
militares partidarios de la democracia, que apoyaban la acción del Gobierno: “Pero Manolo, dime de verdad, cuántos somos”. Y el General, levantando los
hombros, contestó: “Seguros, seguros,
dos, tú y yo”. Así andaban las cosas. Pocas semanas después, un intento de
golpe de Estado a punto estuvo de dar al traste con las ilusiones y esperanzas
de los españoles.
Y harto de estar harto, un día decidió
que era momento de que el barco cambiara de timonel y le consultó a su esposa: “¿Qué te parecería la noticia de mi
dimisión?”. Muchas veces me han preguntado por el recuerdo de algún momento
especialmente triste en tantos años de profesión, y siempre respondo sin dudar: En el capítulo del dramatismo quedan tantas jornadas terribles e interminables en que el terrorismo golpeó al Gobierno y a toda la sociedad con su carga de muerte y destrucción, pero, sin duda, el más triste a nivel personal fue el día en que dimitió Adolfo Suárez. Ni siquiera el maquillaje televisivo era
capaz de disimular sus ojeras. Expresamente se nos pidió no estar presentes en
la grabación del mensaje, que anteriormente habíamos transcrito entre lágrimas
y suspiros, para evitar distracciones ante cualquier estallido emocional.
Terminada la alocución, afloraron los sentimientos y nos abrazamos unos a otros
y le abrazamos a él. El Presidente dimisionario nos daba las gracias una y otra
vez y nos pedía la misma colaboración con el Presidente siguiente.
La vida le golpeó duramente con la
pérdida de su esposa y de su hija mayor demasiado pronto y con una cruel
enfermedad degenerativa, que lo mantuvo durante años perdido en la nebulosa del
olvido y el extravío. Pero los que conservamos intacta nuestra memoria no
podemos dejar de rendirle el más profundo homenaje, ese que los españoles,
injustos e ingratos, le negamos cuando aún podía recibirlo y apreciarlo.
Pocos gobernantes cumplen todas sus
promesas, pero Adolfo Suárez nos pudo prometer y prometió un país libre,
democrático y moderno, y lo cumplió. Nos proporcionó una Constitución que nos
acogiera a todos como garantía de convivencia y tolerancia. Sentó las bases de
un sistema económico socialmente más
equitativo y justo y allanó el camino para que, los que le siguieran en sus
responsabilidades, nos integraran en Europa y en el mundo. Pero su mejor legado
es, sin duda, su capacidad de ilusionar a un país entero, que dejó de mirar al
pasado para caminar hacia delante, en la seguridad de que juntos podíamos
hacer grandes cosas.
Desde esta tribuna no puedo por menos
que reconocer el privilegio que me concedió la vida trabajando con un hombre
como él, ejemplo de humildad y de servicio a España, cualidades de las que
tanto necesita la clase política española en estos momentos. Él nos puso el
listón muy alto y si su vida y su obra como estadista fueron determinantes para
la historia de España, hagamos que su muerte también lo sea, recuperando los
valores que hicieron posible una hazaña que admiró al mundo, y que serían muy
bienvenidos en esta difícil coyuntura económica y social por la que atravesamos.
Desde aquí, emocionada y afligida, solo
me resta decir:
¡ Descanse en paz, Presidente Suárez !
Hoy es uno de esos días en que necesitamos ese descanso reparador que nos proporcionan unas horas de sueño, tras las jornadas de especial intensidad emocional.
Buenas noches.
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