lunes, 21 de septiembre de 2015

Manhattan en mil y una noches



Tam, tam, tarara, tam, tam, tarara...
Start spreadin' the news,
I'm leavin' today
I want to be a part of it,
New York, New York...




No me cabe ninguna duda. Millones de hombres y mujeres de todos los rincones del planeta, sin importar edad ni condición, origen ni procedencia, al escuchar los primeros compases de este himno universal, melodía intemporal patrimonio de varias generaciones, nos lanzamos sin pudor a un karaoke exclusivo o compartido, para hacerle los coros a Frank Sinatra, mientras imaginamos el cinematográfico skyline de New York, aunque nunca hayamos puesto un pie en la ciudad de los rascacielos.

¡Qué no se habrá dicho, escrito, cantado, filmado, fotografiado acerca/a/sobre/de New YorkSer original: misión imposible. Pero no resisto la tentación, a través de unas brevísimas pinceladas, de aportar un minigrano de arena como homenaje a esta urbe única que conoce como pocas el brillo envanecido que proporciona la fama y la celebridad universales, pero también el sufrimiento colectivo y la solidaridad planetaria.

Pero esto no es una guía turística; nada más lejos. En mi ánimo alberga el objetivo en exclusiva de compartir con quien se acerque a esta página, una reflexión personal, un rompecabezas de emociones urbanas, de percepciones sensitivas y retazos de continuas sorpresas que han dejado profunda huella en mi alma de viajera. 


New York es la capital del mundo, la ciudad que nunca se acaba, la comunidad que jamás duerme, la urbe donde nadie es extranjero, la Babel moderna donde se hablan todas las lenguas, la METRÓPOLIS con mayúsculas....  


Aterricé en el JFK una calurosa y húmeda tarde del mes de julio, en esa hora crepuscular en que no es de día ni de noche, en esos minutos mágicos en los que parecen reinar la crisis y el silencio contenido y las siluetas de las torres neoyorquinas adquieren un aura fantasmagórica. Es la derrota diaria del astro solar en favor de las luces de neón que resucitan a los moribundos edificios, duplicando, a través de su reflejo en los ríos, un escenario más urbano, colorista y escarpado que nunca. Mi primera imagen de los barrios periféricos, deformada tras los cristales tintados de una limusina blanca, me transportó a las más emblemáticas producciones hollywoodienses, entre las bambalinas patrióticas que se derivan de la exaltación americana previa a las celebraciones de su fiesta nacional. Primera conclusión: la realidad superaba con creces los mitos legendarios y las íntimas fantasías. 

... Y, por fin..., Manhattan, la "isla de las colinas", el "territorio comanche"de mi admirado Woody AllenMis primeros días en la isla estuvieron marcados por una recurrente y vespertina dislocación del cuello con desazón en las vértebras cervicales, debido a las horas diarias que me pasaba mirando hacia arriba. No es posible hacerse una idea, hasta que no has visitado New York, de lo que supone pasear entre calles tabicadas por encumbradas edificaciones, elegantes rascacielos que parecen desafiar a todos los principios físicos y arquitectónicos. No hace mucho leí en una revista especializada que hablamos de la segunda ciudad del mundo, por detrás de Hong Kong, en número total de rascacielos, es decir, torres que superan los 300 metros de altura. Más de 5800 alminares suma la capital norteamericana, frente a la urbe china, que cuenta con una cifra superior a los 7600. Pero mi  rascacielos favorito es, sin lugar a dudas, la Chrysler Tower, como también lo es para el 90% de los neoyorquinos, según encuestas. Decía la escritora estadounidense, de origen ruso, Ayn Rand que "la línea del horizonte de New Yok es un monumento al esplendor, al que pirámides o palacios jamás podrán igualar, ni siquiera aproximarse"... Y yo estoy de acuerdo. 

Manhattan me enseñó a captar el mundo a través de los puntos cardinales, algo que mis entendederas, ausentes perpetuas del más básico sentido de la orientación, jamás habían sido capaces de interpretar. La Quinta Avenida es como el eje de un ecosistema endogámico que reparte el sol en dos vertientes, y hay que introducirse en el corazón de la vida cotidiana de la isla para certificar las peculiaridades que componen los perfiles que definen a los habitantes de ambos lados de la ciudad, en función de la incidencia del astro solar sobre ellos. Los vecinos del Upper East son blancos y ricos, conservadores e incluso pijos en su generalidad, escaparates viandantes de esa pátina invisible característica de la gente guapa y con posibles. Basta con pasear una tarde por Lexington, Madison o Park Avenue para comprobarlo. Y no digamos si se nos ocurre franquear la entrada de cualquiera de las tiendas de firma del East Side, catedrales de la moda en las que los dependientes saludan con una reverencia y hay tan pocos clientes en su interior, que es imposible pasar desapercibido y curiosear a tus anchas. Sin embargo, el Upper West, que ocupa la mitad oeste de la isla, es populosa, bulliciosa, menos cool y más hipster, cosmopolita y variopinta, demócrata y progresista, con una población de color numerosa y un cóctel social y económico de nutridos y heterogéneos ingredientes, que atesora el alma idiosincrásica de la ciudad.

Qué decir de su catálogo de museos y galerías, de su oferta gastronómica, de sus bibliotecas y librerías, del clasicismo del Lincold Center o la contemporaneidad de los musicales de Broadway, de sus taxis amarillos y sus cronométricos semáforos, de la Grand Central Station y su subway de celuloide, de su Departamento de policía o sus brigadas de bomberos, de sus músicos de Harlem y sus legendarias basket stars del Bronx, de la sobrecogedora Ground Zero o de la Freedom Statue y sus remembranzas migratorias... New York es un colage hiperactivo, donde su ritmo endiablado no deja que nada se pare.


Y, para terminar, aunque apenas he comenzado, no me puedo sustraer a la tentación de hacer una mención expresa al emblemático Central Park, oasis de increíble belleza natural y prodigio del paisajismo de vanguardia, que duplica a Mónaco en tamaño y multiplica por ocho a la Ciudad del Vaticano. El "patio" de todos los neoyorquinos; ese bosque, común  y propio a la vez, donde se come, se practica deporte, las parejas se declaran su amor, se pronuncian discursos y se cometen crímenes, meta de maratones y paradigma de la cultura urbana, donde es impensable la convocatoria de una manifestación sobre su atildado césped y sus primorosos parterres. 


Conquistar New York en una visita es poco menos que imposible, sobre todo, porque nosotros seremos los conquistados. Pero yo sé que volveré; en algún momento de mi vida, cuando haya pasado el tiempo y la nebulosa de la memoria no logre refrescar con agilidad las sensaciones de espontaneidad, vanguardia y vitalidad que transmite esta ciudad ruidosa, dinámica y bullebulle como ningún otro lugar de la tierra. Esta isla colonial y salvaje que se especializó en el comercio de pieles cuando, en 1626, Peter Minuit, gobernador de la compañía holandesa de las Indias occidentales les compró Manhattan a los indios autóctonos, por 24 dólares, y la bautizó como Nueva Ámsterdam



Federico García Lorca, poeta en New York, escribió con una pluma inyectada de melancolía y negativismo: 

"La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada..."

Pero yo prefiero la comparación de New York con la Roma del Imperio, alegoría de John Lennon, o la agradable sorpresa de Maddona, cuando declara adorar la manera en que los neoyorquinos abordan a la gente en plena calle, o la admiración inconmensurable de Le Corbusier por esta ciudad de la que pensó "cien veces que era una catástrofe y otras cien, que era una hermosa catástrofe".


I love NYC, y volveré... Porque como dijo su exalcalde Rudy Giulani: "New York seguirá ahí. Mañana y siempre".  





... In old New York,
and if I can make it there,
I'm gonna make it anywhere  
It's up to you,
New York, New York ...


Felices sueños Manhattan, buenas noches New York !!!! 
Cuando los caprichosos hados del destino nos sean propicios, volveremos a vernos. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

La noche en que se colapsó la Fortaleza Europa.



PATERASeñores de la guerra, persecuciones políticas y religiosas, traficantes de esclavos del siglo XXI, familias desmembradas, diezmadas y traumatizadas por las guerras y los conflictos bélicos, son el caldo de cultivo de los flujos migratorios masivos que se agolpan durante las últimas semanas en las fronteras de la vieja Europa, en una crisis humanitaria sin precedentes. Mientras medio mundo se deshabita, el otro medio se afana en contener la llegada sin control de cientos de miles de hombres y mujeres que, al límite de su resistencia y sumidos en la más absoluta desesperanza, tratan de cambiar sus miserables existencias de la manera más acuciante y arriesgada que es posible imaginar. De fondo, el runrún de los gobiernos europeos, paladines en la defensa de los derechos humanos y con una legislación acorde, pero sobrepasados por unas circunstancias extremas que no se repetían desde la Segunda Guerra Mundial.

Pero un breve repaso al acontecer de los últimos siglos, nos facilitará la visión del bosque. El año 2011 fue considerado por Frontex, la Agencia Europea para la Gestión de las Fronteras Exteriores, un año récord: 62.000 africanos desembarcaron en Europa a través de los países mediterráneos. A la vista está que en 2015, y dados los flujos provenientes de otras zonas del mundo, las cifras que manejamos superarán con creces todas las previsiones. Pero hubo un tiempo, para nada lejano, en que una cantidad de europeos exponencialmente mayor huyó del Continente por razones parecidas. Tal vez la trascendencia de los hechos se ha visto mermada por nuestra frágil y sesgada memoria histórica. Porque la corriente migratoria que salió de Europa hacia la promisoria América contabilizaba de media alrededor de medio millón de personas al año. Y eso durante todo un siglo. Entre 1824 y 1924, un total de 52 millones de europeos abandonaron sus hogares. Tan solo en Alemania, en 1882, un cuarto de millón de emigrantes abandonó su país y sus raíces, en busca de unas condiciones de vida más humanas. En comparación, no cabe más conclusión que la rotundidad de las cifras.
En la actualidad, un mapa nos ilustra suficientemente sobre las rutas que los migrantes, en su mayoría sirios, iraquíes y afganos, utilizan para alcanzar sus objetivos, sin olvidar a los miles de subsaharianos que cada año llegan al Continente europeo, a través del Mediterráneo. Toda vez que las barreras de contención se levantan en un punto, la crisis migratoria se desplaza a otro. Los diques levantan más diques y la llegada de inmigrantes sigue la lógica de los vasos comunicantes, porque no existe obstáculo que sea infranqueable. Difícil encrucijada, teniendo en cuenta que la Fortaleza Europa tiene sus propios problemas y no cuenta con capacidad para absorber la ingente cantidad de desplazados que se agolpan a sus puertas. Pero el cierre de fronteras no es la solución a nada, es tan solo el inicio de una espiral de nuevos problemas, porque hasta donde sabemos la medida se ha revelado tan ineficaz como lesiva para la dignidad humana.

Voces tan numerosas como contradictorias se alzan en estos días en los que la solución al problema es vital de necesidad. Por un lado, están los que aducen que el relajo de los controles fronterizos desembocaría en un desbordamiento masivo por el efecto llamada, sin tener en cuenta que la mayoría de la población mundial, incluso la de los países más pobres, ni emigra ni desea hacerlo. Migrar es la excepción, no la norma. Para abundar aún más en el razonamiento, por otro lado sin el menor contraste empírico, sectores influyentes y significativos afirman que la apertura de fronteras equivaldría a legitimar una forma de invasión, por muy pacífica que se presente, alentando una afluencia tal de inmigrantes que pondrían en peligro la sostenibilidad de los países receptores y, en particular, sus sistemas de protección social.

Ante tales argumentos, es realmente complicado mantener el deseable equilibro entre una política de libre tránsito y un Estado del bienestar que extienda su manto protector a la mayor parte de la población.

Pero hay una variable que no se ha tenido en cuenta para resolver la ecuación y es la innegable contribución económica que aporta la población externa. Hablamos de cálculos sesgados que ignoran la necesidad reconocida por numerosos países desarrollados de compensar con nuevos trabajadores extranjeros el creciente déficit de sus sistemas de pensiones, resultado de la baja tasa de natalidad y la alta esperanza de vida.

Los partidarios de una política migratoria de puertas abiertas o, en su defecto, de la puesta en marcha de un sistema que compense económicamente a la población de los países pobres a cambio de mantenerlas cerradas, tal vez configuraría un innovador estado alternativo de las cosas. Y ese nuevo escenario constituye no solo un horizonte deseable, sino también una propuesta viable que no menoscabaría la integridad de los Estados miembros de la Unión Europea, ni violaría su jurisprudencia esencial. Porque si acatamos las leyes que rigen los movimientos transfronterizos en el seno de la Unión Europea, pocas serán las razones morales, jurídicas o pragmáticas que podamos esgrimir para justificar un cierre siquiera temporal de las fronteras... y, entonces, ¿qué sentido tendría mantener operativa la costosa Fortaleza Europa?

Hoy, como nunca, preside el mundo globalizado la violencia indiscriminada que obliga a las personas a abandonar sus hogares, a cruzar fronteras internacionales, con sus vidas amenazadas por motivos de raza, religión, nacionalidad, minoría social, política o étnica, o por sequías, hambrunas y terribles catástrofes, fruto de un cambio climático del que el primer mundo es también básicamente responsable. Guerras y desastres que han empujado a casi 60 millones de seres humanos, según datos del ACNUR, al desplazamiento obligado, a finales de 2014. Permítaseme solo un dato: si este ejército de desarraigados formara una sola nación, "el país de los invisibles", ocuparía, por tamaño, el número 26 en el orden mundial.


Durante años conviví de manera regular con hombres y mujeres de todos los rincones del planeta, en el seno de la Cruz Roja, durante mi etapa de voluntariado y, desde luego, si algo tuve claro siempre, siempre, siempre, es que nadie desea motu propio abandonar su país, su  tierra, su familia, sus raíces. Desde la descarnada experiencia de aquella etapa de mi vida, ni un solo día he dejado de soñar con un mundo más humano, más libre, menos corrupto, más justo y fraterno, donde los hombres, los verdaderos hombres, gobiernen a los hombres con sabiduría y sensatez. El desafío es histórico... y el mío no podía ser otro que aportar un grano de arena que ayude a zarandear conciencias y a remover los cimientos injustos, materialistas y codiciosos sobre los que se sustentan las sociedades del siglo XXI.

Así nació Hijos del Infierno... un proyecto literario que hoy ya es realidad y del que espero podáis disfrutar muy pronto. Una maravillosa historia, tan realista como de rabiosa actualidad, donde los protagonistas representan lo mejor de la naturaleza humana. Ese ejército de héroes anónimos e invisibles, los hombres y mujeres más nobles y magnánimos con los que cuenta la Humanidad, esos que con su generosidad y su entrega sin límites nos reconcilian con el mundo y hasta con Dios. Un auténtico y sincero homenaje a los que cada día le piden a Dios que la injusticia, el hambre, la guerra y la muerte nunca les sean indiferentes. 

Buenas noches, desde la esperanza en que un mundo mejor es posible.