lunes, 14 de septiembre de 2015

La noche en que se colapsó la Fortaleza Europa.



PATERASeñores de la guerra, persecuciones políticas y religiosas, traficantes de esclavos del siglo XXI, familias desmembradas, diezmadas y traumatizadas por las guerras y los conflictos bélicos, son el caldo de cultivo de los flujos migratorios masivos que se agolpan durante las últimas semanas en las fronteras de la vieja Europa, en una crisis humanitaria sin precedentes. Mientras medio mundo se deshabita, el otro medio se afana en contener la llegada sin control de cientos de miles de hombres y mujeres que, al límite de su resistencia y sumidos en la más absoluta desesperanza, tratan de cambiar sus miserables existencias de la manera más acuciante y arriesgada que es posible imaginar. De fondo, el runrún de los gobiernos europeos, paladines en la defensa de los derechos humanos y con una legislación acorde, pero sobrepasados por unas circunstancias extremas que no se repetían desde la Segunda Guerra Mundial.

Pero un breve repaso al acontecer de los últimos siglos, nos facilitará la visión del bosque. El año 2011 fue considerado por Frontex, la Agencia Europea para la Gestión de las Fronteras Exteriores, un año récord: 62.000 africanos desembarcaron en Europa a través de los países mediterráneos. A la vista está que en 2015, y dados los flujos provenientes de otras zonas del mundo, las cifras que manejamos superarán con creces todas las previsiones. Pero hubo un tiempo, para nada lejano, en que una cantidad de europeos exponencialmente mayor huyó del Continente por razones parecidas. Tal vez la trascendencia de los hechos se ha visto mermada por nuestra frágil y sesgada memoria histórica. Porque la corriente migratoria que salió de Europa hacia la promisoria América contabilizaba de media alrededor de medio millón de personas al año. Y eso durante todo un siglo. Entre 1824 y 1924, un total de 52 millones de europeos abandonaron sus hogares. Tan solo en Alemania, en 1882, un cuarto de millón de emigrantes abandonó su país y sus raíces, en busca de unas condiciones de vida más humanas. En comparación, no cabe más conclusión que la rotundidad de las cifras.
En la actualidad, un mapa nos ilustra suficientemente sobre las rutas que los migrantes, en su mayoría sirios, iraquíes y afganos, utilizan para alcanzar sus objetivos, sin olvidar a los miles de subsaharianos que cada año llegan al Continente europeo, a través del Mediterráneo. Toda vez que las barreras de contención se levantan en un punto, la crisis migratoria se desplaza a otro. Los diques levantan más diques y la llegada de inmigrantes sigue la lógica de los vasos comunicantes, porque no existe obstáculo que sea infranqueable. Difícil encrucijada, teniendo en cuenta que la Fortaleza Europa tiene sus propios problemas y no cuenta con capacidad para absorber la ingente cantidad de desplazados que se agolpan a sus puertas. Pero el cierre de fronteras no es la solución a nada, es tan solo el inicio de una espiral de nuevos problemas, porque hasta donde sabemos la medida se ha revelado tan ineficaz como lesiva para la dignidad humana.

Voces tan numerosas como contradictorias se alzan en estos días en los que la solución al problema es vital de necesidad. Por un lado, están los que aducen que el relajo de los controles fronterizos desembocaría en un desbordamiento masivo por el efecto llamada, sin tener en cuenta que la mayoría de la población mundial, incluso la de los países más pobres, ni emigra ni desea hacerlo. Migrar es la excepción, no la norma. Para abundar aún más en el razonamiento, por otro lado sin el menor contraste empírico, sectores influyentes y significativos afirman que la apertura de fronteras equivaldría a legitimar una forma de invasión, por muy pacífica que se presente, alentando una afluencia tal de inmigrantes que pondrían en peligro la sostenibilidad de los países receptores y, en particular, sus sistemas de protección social.

Ante tales argumentos, es realmente complicado mantener el deseable equilibro entre una política de libre tránsito y un Estado del bienestar que extienda su manto protector a la mayor parte de la población.

Pero hay una variable que no se ha tenido en cuenta para resolver la ecuación y es la innegable contribución económica que aporta la población externa. Hablamos de cálculos sesgados que ignoran la necesidad reconocida por numerosos países desarrollados de compensar con nuevos trabajadores extranjeros el creciente déficit de sus sistemas de pensiones, resultado de la baja tasa de natalidad y la alta esperanza de vida.

Los partidarios de una política migratoria de puertas abiertas o, en su defecto, de la puesta en marcha de un sistema que compense económicamente a la población de los países pobres a cambio de mantenerlas cerradas, tal vez configuraría un innovador estado alternativo de las cosas. Y ese nuevo escenario constituye no solo un horizonte deseable, sino también una propuesta viable que no menoscabaría la integridad de los Estados miembros de la Unión Europea, ni violaría su jurisprudencia esencial. Porque si acatamos las leyes que rigen los movimientos transfronterizos en el seno de la Unión Europea, pocas serán las razones morales, jurídicas o pragmáticas que podamos esgrimir para justificar un cierre siquiera temporal de las fronteras... y, entonces, ¿qué sentido tendría mantener operativa la costosa Fortaleza Europa?

Hoy, como nunca, preside el mundo globalizado la violencia indiscriminada que obliga a las personas a abandonar sus hogares, a cruzar fronteras internacionales, con sus vidas amenazadas por motivos de raza, religión, nacionalidad, minoría social, política o étnica, o por sequías, hambrunas y terribles catástrofes, fruto de un cambio climático del que el primer mundo es también básicamente responsable. Guerras y desastres que han empujado a casi 60 millones de seres humanos, según datos del ACNUR, al desplazamiento obligado, a finales de 2014. Permítaseme solo un dato: si este ejército de desarraigados formara una sola nación, "el país de los invisibles", ocuparía, por tamaño, el número 26 en el orden mundial.


Durante años conviví de manera regular con hombres y mujeres de todos los rincones del planeta, en el seno de la Cruz Roja, durante mi etapa de voluntariado y, desde luego, si algo tuve claro siempre, siempre, siempre, es que nadie desea motu propio abandonar su país, su  tierra, su familia, sus raíces. Desde la descarnada experiencia de aquella etapa de mi vida, ni un solo día he dejado de soñar con un mundo más humano, más libre, menos corrupto, más justo y fraterno, donde los hombres, los verdaderos hombres, gobiernen a los hombres con sabiduría y sensatez. El desafío es histórico... y el mío no podía ser otro que aportar un grano de arena que ayude a zarandear conciencias y a remover los cimientos injustos, materialistas y codiciosos sobre los que se sustentan las sociedades del siglo XXI.

Así nació Hijos del Infierno... un proyecto literario que hoy ya es realidad y del que espero podáis disfrutar muy pronto. Una maravillosa historia, tan realista como de rabiosa actualidad, donde los protagonistas representan lo mejor de la naturaleza humana. Ese ejército de héroes anónimos e invisibles, los hombres y mujeres más nobles y magnánimos con los que cuenta la Humanidad, esos que con su generosidad y su entrega sin límites nos reconcilian con el mundo y hasta con Dios. Un auténtico y sincero homenaje a los que cada día le piden a Dios que la injusticia, el hambre, la guerra y la muerte nunca les sean indiferentes. 

Buenas noches, desde la esperanza en que un mundo mejor es posible. 

1 comentario:

  1. ESPEREMOS QUE LA "NOCHE MÁS HERMOSA" NO SE CONVUERTA DENTRO DE POCO EN "LA NOCHE TRISTE" DE CORTÉS..., CON MILES DE YIHADISTAS PONIENDONOS BOMBAS EN LAS ESCUELAS...

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