jueves, 12 de julio de 2012

Una noche de cuento


Las manecillas del reloj se acercan irremediablemente a las doce de la noche con su armónica cadencia, lenta y determinante la corta, más rápida y cuestionable la larga.

En esta noche de verano, mientras contemplo el cielo de Madrid calmo y estrellado, os voy a contar un cuento.

Imagino que todos conocéis el clásico de los hermanos Grimm "Los músicos de Bremen", en el que un burro, un perro, un gato y un gallo escapan de distintas granjas de la Baja Sajonia antes de ser sacrificados, debido a que por su vejez ya no son rentables para sus dueños. Durante su éxodo coinciden en los caminos y juntos deciden iniciar un viaje a Bremen, ciudad alemana liberal y abierta al mundo. En el recorrido, huyendo de su fatal destino, libran a los dueños de una posada del ataque de unos bandidos, formando con sus cuerpos una esperpéntica figura. Emitiendo, además, los sonidos propios de su especie, consiguen una composición musical que aterroriza y hace huir a los forajidos. De esta manera se convierten en leyenda y la moraleja de la historia descansa en la evidencia de que el destino se puede cambiar y que cualquier crisis ha de ser un revulsivo que nos infunda fuerzas renovadas para empezar de nuevo, resurgiendo de nuestras cenizas, como el ave Fénix.
Dadas las difíciles circunstancias por las que atravesamos, espero que esta historia nos ayude a todos a reflexionar en positivo.

Vamos allá !!!!


" En un país llamado España, gobernado por una clase política que había renunciado a su leitmotiv en favor de una suerte de “mercados financieros” voraces e insaciables, todo iba bien, menos para los que todo iba mal. Uno de aquellos ciudadanos menos afortunados caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, por una senda del parque de los Príncipes, mientras reflexionaba sobre su aciaga suerte. Acababa de cumplir los cincuenta, casado y con cuatro hijos, desde hacía ya demasiado tiempo, era un “parado” de los que engrosan las listas del INEM.

Tenía algunos estudios y cierta cultura. Podía hacer cuentas y escribir cartas o redactar documentos sencillos. Era un auténtico maestro trabajando la madera, no le asustaba ningún tipo de herramienta ni las distintas artes de la albañilería. Además, se encontraba fuerte y joven y con sobrados ánimos para realizar cualquier tipo de tarea. Todas las mañanas consultaba las fuentes que proporcionaban información sobre puestos de trabajo vacantes y se presentaba a cuantos su formación le permitía. Pero siempre se topaba con las mismas respuestas: o todavía no tenía la experiencia requerida, o no era lo suficientemente joven para desempeñar la tarea. Así que diariamente pateaba las calles y peinaba los establecimientos por si la suerte le favorecía con algún tipo de cometido.

El gobierno, generoso y benevolente, había dispuesto que a las gentes como él se les entregase una cierta cantidad de dinero mientras durase su situación, por lo tanto, de momento, tenía las espaldas cubiertas. El problema era su dignidad. Había escuchado a mucha gente asegurar que el que no trabajaba realmente es porque no quería, su mujer comenzaba a tratarlo con cierto desprecio y en la mirada de sus hijos comenzaba a percibir un cierto matiz humillante. Llegó a una glorieta del parque y se sentó en un banco, cansado y abatido.

Por otra de las veredas avanzaba un hombre enfermo de Sida. Todos le habían abandonado. La gente se apartaba a su paso como si su proximidad fuera contaminante por sí misma. Aunque aquel mal le destruía por dentro, su alma de artista le proporcionaba la paz interior que siempre le hizo asombrarse con el color de las flores o enternecerse ante la sonrisa de un niño. Pero su tristeza era infinita. No sólo era consciente de su inminente final, sino que el aislamiento agudizaba la soledad de su muerte. Llegó a una glorieta, vio sentado a un hombre en un banco y se sentó junto a él.

Una vieja y despreciada prostituta deambulaba igualmente por el parque. Ella conocía cada arbusto, cada matorral, cada parterre, desde sus tiempos de juventud, aquellos en los que los hombres hacían cola para estar con ella, una vez caía la noche. Ahora nadie parecía reconocerla y los paseantes la miraban con desdén. Llegó a la glorieta, vio a dos hombres sentados en el banco y se sentó junto a ellos.

A aquel mendigo que vagaba por el jardín, con sus ropas mugrientas y su semblante abotargado por el alcohol parecía que todo le era indiferente. Precisamente lo suyo no era un problema de dinero, teniendo en cuenta lo poco que necesitaba para malvivir. Tras largos años de pedir o robar mantenía en el fondo del zurrón un buen puñado de billetes. Sus problemas eran de una naturaleza que el vino le permitía ver con claridad, pero que siempre olvidaba al día siguiente para volver a empezar. Llegó a una glorieta, vio a tres personas sentadas en un banco y mecánicamente les pidió limosna. Comprobó que no le hacían el menor caso, por lo que acabó por sentarse con ellas.

El último en llegar comenzó a hablar y al poco todos habían contado ya los pormenores de sus duras existencias. El parado confesó:

- A mí lo que más me duele es el desprecio de la gente. ¿Y a vosotros?

- El desprecio de la gente – dijo la prostituta.

- El desprecio de la gente –aseguró el mendigo.

- El desprecio de la gente –corroboró el artista moribundo.

Después de un rato de silencio, la prostituta continuó con el razonamiento:

- Nuestra pena es el desprecio, pero también esa repulsa en soledad. ¿Y si invitamos a todos los que se sientan igual que nosotros a concentrarse aquí mañana a mediodía?

Y cada uno se marchó por donde había venido. Y llegó el día siguiente. Los cuatro volvieron a reunirse puntualmente a las doce. Habían pasado el resto de la jornada anterior hablando e invitando a cuantos conocían a acudir a la convocatoria, pero, por el momento, seguían estando solos.

- Es mediodía –dijo el mendigo- y aquí estamos los cuatro y nadie más.

Presos de su propia tristeza, no percibieron el remolino de hojas secas que un viento imprevisto levantaba del suelo haciendo huir a las ardillas que trepaban a las copas de los pinos a toda velocidad. Pronto comenzó a escucharse un lejano murmullo que se acercaba lentamente hasta convertirse en bullicio. Un ejército de hombres y mujeres se encaminaba hacia la rotonda desde la entrada norte del parque. Se trataba de cientos de jóvenes airados que tras años de formación y estudio se desesperaban ante la falta de trabajo; individuos jubilados prematuramente que llenaban su tiempo a trancas y barrancas con las más absurdas actividades; albañiles y campesinos aburridos de taberna y fútbol, ante la falta de faena o labor.

Otra multitud hacía su entrada por el acceso sur. Masa infinita de gentes sin techo, que comían de la caridad y dormían en albergues, inmigrantes de todas las nacionalidades que no tenían trabajo ni dinero para regresar a su país de origen. Y así, poco a poco, fueron llenando los jardines, se fundieron con el gentío de desempleados y el parque quedó prácticamente abarrotado.

Otra legión de enfermos y desahuciados por un sistema público de salud que no era capaz de atender las últimas horas de los terminales y adolecía de recursos para proporcionar cobijo y residencia a los ancianos, quedaba ya a las puertas por falta de espacio, mezclados con una tropa de discapacitados, enanos, obesos, deformes y tartamudos. Todos, todos sabían muy bien lo que era el desprecio y sólo allí, entre sus iguales, sentían la hermandad de la comprensión.

Los medios de comunicación informaron sin descanso durante días de aquel fenómeno que había nacido espontáneamente de la desesperación, de la angustia y la indignación. Tanta fue la trascendencia de la situación que se exportó a otros países y, más pronto que tarde, los jefes de Estado y de gobierno de medio mundo se vieron abocados a la dimisión. Un nuevo orden nació de aquellos acontecimientos. Nadie de los que lo vivieron hablan de ello jamás, sin embargo las ardillas corretean entre las cuatro estatuas que reposan sentadas en un banco de una de las glorietas del parque, que ahora se llama de la “Hermandad”. Una corresponde a una ramera vieja y ajada, otra a un varón de mediana edad que soporta un cansancio infinito sobre sus hombros caídos, el tercero es un hombre con claros signos de grave enfermedad y la última representa a un mendigo con una botella vacía en las manos.

Siempre hay flores y mensajes escritos junto a las figuras y, con el transcurrir del tiempo, yo también he acabado por unirme al homenaje, cada vez que paseo por las veredas y senderos de ese pequeño bosque urbano donde un día todo cambió ".


No olvidemos a los músicos de Bremen y a tantos héroes anónimos que se enfrentaron a un destino cruel diseñado por sus enemigos. Bajo la bandera de la paz, con la fuerza de la razón y contra todo pronóstico vencieron a sus opresores... Repitamos juntos una y otra vez que  SI SE PUEDE !!!!

4 comentarios:

  1. Por mucho que se empeñe J.J.... prefiero leer y escuchar...Un relato que homenajea a tantos inicios de revoluciones sociales que son el germen del cambio. Aunque sumida en una gran depresión social me uno a ese grito de optimismo que dice SÍ SE PUEDE! y te dejo, si me lo permites una joya musical que a mí me suena mucho a esto aunque los autores hablan de un sentimiento adolescente.
    Besos
    http://www.youtube.com/watch?v=_34mW0mPCMQ

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    1. Querida Sigrid. Estoy contigo, pero es que ya nos hemos acostumbrado a escucharnos mutuamente y esa voz familiar predispone a la interrleación entre ambas. Este relato, ya conocido por tí, quiere ser un canto a la esperanza en que un mundo mejor es posible si juntos luchamos por él. Es tiempo de crisis, de revoluciones, de resetear el disco duro personal y colectivo. No lo dudes, PODREMOS !!! Gracias también por la música, que es el mejor bálsamo en momentos difíciles. Consuela el alma, lo sé por experiencia y, ojalá, pudiéramos mantener el espíritu adolescente forever and ever. Mi mejor abrazo.

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  2. Querida, con mucho esfuerzo y mucho tesón, me uno a tu "YES, WE CAN" !!!
    Muchos besos

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    1. Así me gusta. Gente a la que no se le doblega a la primera de cambio, hombres y mujeres que confían en la fuerza de la unidad para conseguir lo que se proponen. No lo dudes, la razón y la justicia se acabarán imponiendo. La historia nos ilustra con muchos ejemplos. A lo mejor, los españoles estamos llamados a abanderar una cruzada para acabar con este liberanismo económico atroz que de seguir así destruirá el mundo conocido. Pero, como los de Bremen, tenemos que utilizar la inteligencia y no la fuerza como nuestro principal activo para conseguirlo. Muchas gracias por la "solidarité" y un fuerte abrazo.

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