"...¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías". Así reza el salmo 136, que fue escrito en el siglo VI a. de C. cuando los israelitas, destruido su reino, su ciudad y su templo, vivían exiliados en Babilonia. Al contemplar en la hora crepuscular la
"ciudad de la paz" desde el Monte de los Olivos, se entiende la nostalgia del pueblo cautivo, pero también la rabia y la tristeza de quien se siente esclavo, lejos de su patria y abandonado por su Dios.
Escribir sobre Tierra Santa, cuando tantos y tan certeros analistas de la historia del lugar y su especial conyuntura lo han hecho a lo largo de los tiempos, desde la teología, la literatura o el periodismo, ahora se me antoja un atrevimiento. Pero soy débil, así que sucumbo a la tentación de comentar algunas impresiones muy personales después de mi reciente visita a la tierra de David que no agotan, en modo alguno, la variada gama de sensaciones y evocaciones que todo viajero o peregrino, sin excepción, recibe a modo de bombardeo durante su estancia en Israel, en especial, cuando llega a Jerusalén. Todo ello suele desembocar, más pronto que tarde, en profundos conflictos internos y personales.
Desde la llegada a Tel-Aviv, en hebreo
"el Monte de la Primavera", enormes letreros que se distribuyen por la terminal del aeropuerto Ben Gurión dan la bienvenida a los viajeros.
"Shalom Y'All", está escrito. Curiosa recepción que en pocos minutos se convierte en un tormento propiciado por los soldados que se ocupan del control de inmigración. Una vez superados los trámites, se concluye, sin dificultad, que en absoluto eres bien recibido, porque Israel es un país en permanente conflicto bélico.
Hablamos de un enclave del planeta que bien puede calificarse de único. En él confluyen múltiples civilizaciones, un estado de guerra permanente y la coexistencia de tres religiones monoteístas, todo ello bajo un cielo abrasador y sobre una tierra insegura y temblorosa, atravesada por el Jordán, el
"río de la vida", que desemboca, como broma del destino, en el mar Muerto. Judíos, cristianos, musulmanes... Demasiada historia para tan poca geografía, una geodesia sin fronteras precisas en la que uno bascula constantemente entre Jesucristo y Mahoma, entre chilabas y
hiyabs y la marea negra de los
haredim o judíos ultraortodoxos. Entre los Altos del Golán y el muro que rodea Belén y que convierte a Palestina en el mismo gheto que los judíos soportaron durante la dominación nazi. A este crisol de culturas y vestimentas, se añade la variada gama de sotanas y hábitos, masculinos y femeninos, que pululan por la ciudad y que identifican a los distintos credos en los que se diversifica la fe cristiana; sin olvidar una Policía y un Ejército armado y uniformado, cuya presencia es ostensible en cada barrio, en cada calle, en cada esquina... El resto, huérfanos de identidad declarada, nos sentimos desnudos y desarraigados.
En este insólito escenario y con una atmósfera que lejos de ser relajante y pacífica, incomoda y alerta, recorro Galilea, Judea y Belén, hasta llegar a Jerusalén. El lago Tiberíades, el monte de las Bienaventuranzas, la basílica de la Anunciación, el monte Carmelo, la basílica de la Natividad, la iglesia del Padrenuestro, la Via Dolorosa, el Santo Sepulcro, el monte de los Olivos, el huerto de Getsemaní, el Cenáculo... Templos y santuarios levantados para conmemorar los sucesos más importantes de la vida de Jesucristo y su obra salvadora. Santos Lugares compartidos entre católicos, coptos, griegos ortodoxos y armenios. A veces, ocupando cada uno su fracción del divino espacio que parece dividirse como un queso en porciones; otras, utilizado por turnos o en propiedad de una única religión de forma exclusiva. En fin, una Babel del siglo XXI...
Imposible volcar en unas pocas líneas reflexiones, sentimientos y conclusiones, pero, haciendo un esfuerzo de síntesis, confieso que una ola de espiritualidad me invadió desde que pisé esta tierra singular y que aún hoy perdura. Espero que no se manifieste como algo pasajero y el bienestar se alargue en el tiempo todo lo posible, antes de que la cotidianeidad y la rutina acaben por disiparlo. De Tierra Santa me he traído la reafirmación de mi creencia en un Dios único, un Padre para todos los seres que han vivido, viven y vivirán, que no ha enviado jamás a nadie a ese lugar de ignominia que alguien definió como el Infierno, porque ello sería incompatible con la Misericordia. También he conseguido, y lo digo con orgullo, dar un paso vital: creer en la inmortalidad del alma, que a ratos me inunda de un gozo inexplicable. Afirmo que en lo más recóndito de este cuerpo en declive tengo un alma, y que es inmortal, lo que significa que creo en un más allá perdurable, aunque ignoro su perfil y la forma en que nos será revelado, cuestión que, por otra parte, me acongoja. En el polo opuesto, me siento abismalmente alejada de la Iglesia Católica como institución y no consigo ahuyentar de mi mente un pensamiento, al menos inquietante, por el cual lo único que no encaja dentro del Cristianismo es la figura del propio Cristo. En demasiadas ocasiones, las Iglesias que he percibido en estos días parecen cismas con respecto al mensaje evangélico, en choque frontal con las palabras de Jesús que los cuatro evangelistas, cada cual a su manera, nos transmitieron. Resultan obscenas la escisión y la rivalidad entre las iglesias cristianas, que pese a los disimulos y al protocolo de la tolerancia, en el fondo se ignoran, se subestiman o, peor aún, se desprecian. Mientras no se reúnan todas ellas alrededor de una mesa como la Última Cena, ante un Jesucristo clavado en la cruz, extendidos los brazos, y no renuncien unos y otros a sus criptas respectivas, a sus arrogantes torres de marfil, el número de creyentes, de espíritus atentos a la llamada del Señor disminuirá, como se refleja de forma palmaria día tras día con solo extender el mapamundi.
Para empezar, en mi opinión, el Catolicismo debería decidirse a derogar los dogmas, que constituyen en sí mismos una limitación, una declaración de impotencia y muchos de los cuales no resisten el más somero análisis; por ejemplo, la infalibilidad. Toda esta confusión escandalosa se hace más patente, sin duda, pisando la propia Tierra Santa, en cuyas polvorientas montañas y laderas Jesús nació y vivió; lloró y no se cansó de repetir:
"amaos los unos a los otros". Jesús-hombre no pudo sospechar nunca que en su nombre se modificaría todo un discurso sencillo, el que Él empleó, para transformarlo en un rosario de eufemismos pedantes y engolados, que se distancia cada día más del lenguaje que necesitan escuchar los desheredados de la Tierra.
Y nada más !!! Mi viaje se acabó, pero no quiero dejar de dar las gracias a la vida por esta experiencia, a los padres Sergio y Alejandro, miembros de la congregación franciscana, encargada por el Vaticano de la custodia de los Santos Lugares, por sus enseñanzas y su forma de contar esta historia, tan sensata y pragmática y, por supuesto, a mis compañeros de peregrinación, de los que mucho he aprendido y con quienes tanto he compartido.
Es tarde y la hora y la naturaleza de la reflexión invitan al descanso. Que Dios bendiga esa Tierra compleja, inestable y hostil, en demasiadas ocasiones. Que bendiga a los judíos y a los árabes, que luchan y se matan entre sí, cuando deberían renunciar a sus mausoleos y abrazarse. Que el Señor bendiga a Israel y a Palestina con el hallazgo de una vía de concordia a su conflicto secular.
Por mi parte, para todos ellos, Shalom, Shalam, Paz y Amor...